Patricia González Aldea

Patricia González Aldea, profesora e investigadora en el área de Periodismo en la Universidad Carlos III de Madrid ha realizado su estancia Erasmus+ en la Universidad Estatal de Omsk en Rusia, donde impartió clases en las facultades de economía, de relaciones internacionales y en el departamento de periodismo.  En sus propias palabras nos cuenta su experiencia:

“En 1947 el periodista John Steinbeck y el fotógrafo Robert Capa viajaron a la entonces Unión Soviética para realizar un reportaje, apoyado con fotos, con el objetivo de “llegar a la gente rusa” y retratar sus costumbres y modos de vida.  El resultado se publicó con el sencillo título, despojado de pretensiones, de “Viaje a Rusia”. Con este libro bajo el brazo volé hacia Omsk un 14 de abril de 2018 dispuesta también a descubrir la más auténtica alma rusa en una ciudad de la que apenas sólo unos meses antes nunca había oído hablar.

Desde mi infancia la imagen de una Siberia apenas habitada, con temperaturas heladoras, cubierta de nieve y cruzada por el mítico tren transiberiano me había fascinado. Así que cuando me concedieron la beca Erasmus + Alianza 4 Universidades para la Universidad Estatal de Omsk pensé en la oportunidad de pisar al fin tierras siberianas.

Aterricé en mitad de la noche y en el camino hacia mi alojamiento la primera impresión fue la enorme extensión de la ciudad, cruzada por varios puentes e interminables avenidas. Pero ¡ni rastro de nieve! Como más tarde me insistieron en más de una ocasión abril es probablemente el peor mes para visitar la ciudad. La nieve se ha derretido y se forma barro en aceras y vías de circulación mientras la primavera aún no ha llegado con todo su esplendor para cubrir de verde y flores los jardines.

Omsk es una inmensa ciudad industrial que cuenta con poco más de 300 años, recién celebrados en 2016. Las chimeneas de antiguas fábricas en pleno centro y la refinería a las afueras de la ciudad conviven con bellos edificios como la catedral ortodoxa, con sus cúpulas con forma de cebolla, el museo de Bellas Artes o el teatro dramático. Más adelante, una estatua de Dovstoyevski recuerda los años que pasó condenado en Omsk el célebre escritor. Y a unos cientos de metros discurre el impresionante río Irtysh, aún medio congelado.

Mi hospitalaria anfitriona, Irina Rogova, Directora del Centro Iberoamericano, me introdujo rápidamente en la gastronomía local, aunque mi alergia a la cebolla limitó mucho lo que pude probar. Aún así degusté deliciosos arenques, empanadillas de queso y pelmeni rellenos de carne y en versión dulce, de guindas con nata agria. Descubrí además entre las numerosas variedades de té uno con bayas locales y pera con un dulce aroma y sabor.

Quizás por ser esta ciudad de Siberia un destino poco habitual en la elección de los docentes la experiencia tanto con alumnos como con profesores no ha podido ser mejor.  Destaco el enorme interés y participación de los estudiantes. Mi programa de clases durante la semana fue intenso pero muy estimulante. La rutina solía empezar en la cátedra 101 donde Irina comparte despacho con las otras dos profesoras de español, mis apreciadas Elena y Olga, y con profesoras de otras lenguas extranjeras. La mujer rusa es coqueta y todas antes de salir hacia el aula se detenían en el espejo para peinar sus cabellos que de camino al trabajo habían estado cubiertos por gorros o por el tradicional pañuelo ruso que es como más le gusta cubrirlo a Irina.

Migraciones y medios de comunicación fueron las temáticas de mis lecciones que impartí agradecida siempre por la impecable labor de traducción de Irina, Olga y Elena. Me sentí arropada y muy bien recibida por la responsable de los estudios de periodismo, profesoras de la titulación y hasta por la propia decana de la Facultad de Economía y dos de sus profesoras donde participé en una interesante mesa redonda. Asistí también a una sesión con los estudiantes de español, que hablaban de maravilla y era un gusto oírles. Mi experiencia con los estudiantes a lo largo de los cinco días no pudo ser mejor. Escuchaban, preguntaban y demostraban interés por conocer más acerca de mi país. Tamila, Ann, Mary… ojalá pudiera recordar aquí todos sus nombres. A finales de semana coincidí con el sonriente Yury, que estudia en Londres y había vuelto a Omsk para examinarse de español.

El encuentro con periodistas locales fue otra de las interesantes experiencias vividas en Omsk. La entrevista que me hizo Natalia para su periódico fue para mí también un aprendizaje. Y me encantó compartir mis vivencias con la periodista que escribe en la revista de la Universidad.

Mi viaje a Siberia guarda en mi memoria no sólo olores, sabores, también guarda sonidos. Como gran aficionada a la música clásica tuve la enorme suerte de coincidir durante mi estancia con un concierto del maestro ruso Gérgiev, a quien el diario El País bautizó en 2016 como “El zar del Mariinski”. Irina siempre generosa se ofreció a acompañarme y por primera vez en mi vida compré una entrada a ciegas. El programa del concierto sólo se desveló en el mismo momento que empezaba. Pero la sorpresa no defraudó: un poema sinfónico de Richard Strauss, un adagio de Bruckner, el “Lago mágico” de Liadov y de propina un fragmento del Cascanueces de Chaikovski. Un perfecto broche final ruso.

El tráfico de la ciudad es complicado y lo mismo daba que fueras en autobuses urbanos, en minibuses privados que llaman “marshrutkas”, o en taxis. Los atascos eran insalvables. Y por si el caos era poco coches con volante a la derecha junto a otros con volante a la izquierda circulaban al son por la derecha. Casi al final de mi estancia la visita al museo de arquitectura tradicional y artesanía de Bolsherechie me permitió salir de la ciudad y comprobar el estado de las carreteras salpicadas de baches y otras irregularidades por los efectos de la temporada de nieve. Precisamente a medida que avanzábamos de camino hacia el norte encontramos entre los espesos bosques de taiga cada vez más espacios aún con nieve. Detuvimos el coche y salté emocionada a tocarla. La sensación fue increíble porque en mi mano la nieve blanda se convirtió en pequeñas bolitas, como si fuera caviar blanco. El verdadero caviar ruso es sin duda esta nieve.

El espacio del museo gira en torno a las casas tradicionales de madera del siglo XIX y el modo de vida de sus habitantes que son recreados de modo teatralizado a partir de la historia real de un lugareño llamado Pablo Gladkov. María, nuestra guía, nos recibió ataviada del modo tradicional y con ella recorrimos durante casi tres horas el resto de espacios.  Una preciosa colección de samovares nos dieron la bienvenida. El té, llegado en el siglo XVIII a Siberia desde China, y su ceremonial se convirtieron en todo un lujo. Mientras bebíamos el té la guía explicaba los ritos de las bodas rusas, como las trenzas con cintas de colores de las novias, las pruebas para los amigos del novio o el fajín decorativo sobre la frente de las novias que me animé a probarme. El campanario, la iglesia, los animales de la granja, la casa del transportista o las otras casas de los hermanos Gladkov formaron parte del resto del recorrido.

Sentada en la mesa de uno de los hogares tradicionales, en la llamada esquina roja donde se ponía el icono ortodoxo y se situaba a los invitados, degusté lo que se ofrecía entonces a los recién llegados base de patata asada, pepinillos, tocino y pan negro.

Las muñecas de tela sin rostro a modo de amuletos para todo tipo de cosas, desde encontrar marido a alejar enfermedades, cubrían una de las paredes dentro del taller de este museo etnográfico. Decidí comprar una a la salida a la que se piden deseos y hay que atarle una cinta o ponerle un botón para que se cumplan.

En el regreso a Omsk, y en el mismo punto del camino de la ida, volvieron a sobrevolar el campo nevado una espectacular pareja de aves blancas con un largo y elegante cuello que nuestro conductor no dudó en identificar como cisnes. Y con este buen presagio y esta inolvidable imagen en la retina concluía mi primer viaje a Rusia.

 

 

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